«La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos» (Amoris Laetitia 315).

En la Iglesia tenemos un tesoro escondido: la familia. El Señor siempre ha acompañado cada crisis de su pueblo con mensajes extraordinarios y parece hacerlo incluso ante esta pandemia, que nos obliga a todos a retirarnos a nuestros hogares. Las celebraciones se suspenden, muchas iglesias están cerradas, y es arriesgado llegar a ellas. Nos sentimos solos, aislados y es precisamente en este aislamiento que el Espíritu nos sugiere redescubrir el sacramento del matrimonio, en virtud del cual nuestros hogares, a través de la presencia constante de Cristo en la relación consagrada de los cónyuges, son una pequeña iglesia doméstica.

En las casas, de hecho, los cónyuges garantizan la presencia de Jesús las veinticuatro horas del día. Una verdad que el Papa Francisco subraya en Amoris Laetitia en el nº 67: «Cristo Señor “sale al encuentro de los esposos cristianos en el sacramento del matrimonio”, y permanece con ellos». Jesús no se va, sino que se queda con los esposos y está presente en su casa no sólo cuando se reúnen y rezan, sino en todo momento.

En virtud de esta realidad, podemos aprovechar este tiempo tan particular como un tiempo en el que toda familia cristiana puede redescubrir lo que es: una manifestación genuina del misterio, que es la Iglesia como Cuerpo de Cristo. De hecho, los cónyuges “edifican el Cuerpo de Cristo y constituyen una iglesia doméstica” (Amoris Laetitia 67). De este Cuerpo, cada familia es una parte esencial, que se construye a partir de los pequeños gestos cotidianos, donde Jesús está permanentemente presente.

Mientras esperamos derrotar este mal, el Señor nos está ofreciendo un tiempo de entrenamiento. Un tiempo en el que, viviendo apretados en nuestras casas, estamos llamados a hacer continuos ejercicios de caridad. ¿Cuántas veces al día en estas horas nos da el Señor la oportunidad de mirar tiernamente a nuestros hijos, con amorosa paciencia a nuestro cónyuge; de moderar el tono de la voz aunque un inesperado desorden reine a nuestro alrededor; de educar a nuestros hijos al buen uso de este dilatado tiempo en casa, que parece no pasar nunca; de educarlos al diálogo hecho de escucha del otro, de calma interior, de respeto, aunque el otro sea diferente de cómo me gustaría que fuera? Este es un tiempo de crecimiento, para cada uno de nosotros, en el que tenemos que aprender a seguir el ritmo de los días, ya no controlado por el trabajo frenético y una gestión familiar dominada por el “hacer”. Horas dedicadas a nuestra capacidad de dejar espacio para los demás dentro de los estrechos muros de nuestras casas. Qué importante es, en esta nueva dimensión en la que estamos sumergidos, que el marido y la mujer sepan mirarse a los ojos y hablarse, planeando juntos las horas del día, conscientes de que dentro del hogar hay una hermosa presencia que surge de su relación: Jesús. Porque este no es sólo un momento de entrenamiento humano, sino también espiritual. Es un tiempo de pre-evangelización, en y a través de las casas, como en el tiempo de las primeras comunidades cristianas, durante el cual el Señor nos invita a reunirnos como familias, a rezar juntos, alrededor de una vela encendida, para recordarnos que hay Alguien que nos mantiene unidos y que, en este tiempo de desconcierto, nos ama. Un tiempo que nos permitirá, en su momento, volver a celebrar en las Iglesias, más conscientes y fuertes de la presencia de Jesús en nuestras vidas cotidianas.

Esforcémonos, pues, por captar la invitación que el Señor nos dirige en nuestras casas: reunámonos, en familia, los domingos para celebrar de manera más solemne la liturgia doméstica que, en virtud de la presencia de Jesús, se realiza habitualmente mediante gestos entre los cónyuges (« los gestos de amor vividos en la historia de un matrimonio, se convierten en una «ininterrumpida continuidad del lenguaje litúrgico» y «la vida conyugal viene a ser, en algún sentido, liturgia») Amoris Laetitia 215.

El modo de hacerlo es sencillo: podemos reunirnos todos en una habitación, recitar un salmo de alabanza, pedirnos perdón unos a otros con una palabra o un gesto entre los cónyuges y los padres y los hijos, leer el Evangelio del domingo, expresar un pensamiento sobre lo que la Palabra suscita en cada uno, formular una oración por las necesidades de la familia, por los que amamos, por la Iglesia y por el mundo. Y finalmente, confiar al cuidado de María nuestra familia y todas las familias que conocemos.

Todas las familias pueden hacerlo, porque Jesús ha dicho: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” Mt 18,20. ¿Y por qué no intentar hacer comunidad, rezando los domingos con más familias, vía Skype, u otros sistemas de audio o video conferencia, aprovechando la tecnología moderna? Por turnos, podemos hacer que nuestros hijos lean, o alternar las voces de matrimonios y familias conectadas.

Recordemos que los cónyuges son el signo del Misterio Pascual que se celebra en cada Eucaristía (“Los esposos son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció en la cruz”, Amoris Laetitia, 72); son una profecía, un anuncio encarnado en una vida cotidiana hecha de pequeños gestos, que expresan el don de sí mismo, siguiendo el ejemplo de Jesús. Aprovechemos este tiempo, un tanto extraño, para acoger y vivir con el Espíritu en nuestras casas y redescubrir la riqueza y el don de nuestras iglesias domésticas junto con Jesús, que vive con nosotros.

( Kevin Joseph Farrell, Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida)